La controvertida Declaración Balfour no fue propiamente un documento diplomático sino una carta privada del Secretario de Relaciones Exteriores de Inglaterra Arthur James Balfour, dirigida al potentado judío Lionel Walter Rothschild, para expresarle simpatía por el radicamiento posible del estado de Israel en el Medio Oriente. La maniobra del diplomático británico consistió en autorizar al barón Rothschild que mostrara la carta a la Federación Sionista de Gran Bretaña e Irlanda. Una carta personal fue transformada por los sionistas como si se tratara de un mandato diplomático, no obstante que la misiva no abordó cuáles serían los límites territoriales del futuro estado israelita, aspecto clave por lo que después aconteció en el plano de los hechos.
La Declaración Balfour se emitió en 1917, cuando Inglaterra todavía era una potencia imperialista cuya influencia pesó en la conferencia de Versalles, que llevó a cabo los repartos territoriales de la Primera Guerra Mundial, tras la derrota de Alemania y el imperio otomano. Acumuló inmensas posesiones territoriales desde 1880 en todo el continente africano, incluyendo los protectorados de Egipto y Sudán, más países asiáticos como India, Hong Kong, Malasia, Borneo, Birmania. Cálculos del historiador inglés J.A Hobson en su libro “Estudio del imperialismo” informan que Inglaterra dominaba una descomunal área colonial de trece millones de millas cuadradas con una población global entre 400 o 420 millones de habitantes.
Antes de la Declaración Balfour existieron los acuerdos Sykes – Picot de 1916 celebrados por Inglaterra y Francia, que determinaron la soberanía internacional sobre las tierras de Palestina. Hubo inclusive un entendimiento entre el Alto Comisionado inglés en El Cairo, y los líderes de la rebelión árabe Husayn, con sede en La Meca para crear un estado árabe independiente en Palestina, cuando se arrebatara a los turcos otomanos la posesión de Palestina. En los convenios no se trató el tema de los derechos civiles del noventa por ciento de habitantes palestinos arraigados en un área que abarcaba ambas orillas del río Jordán, incluyendo también la Transjordania. En los congresos árabes de Damasco y Jerusalem, se rechazó el proyecto sionista de establecer el estado de Israel en el territorio palestino de aquella época. Fuentes árabes aseveran que bajo el imperio otomano la población judía llegaba al diez por ciento en Palestina.
El movimiento sionista no cesó de trabajar por la instalación del estado de Israel. Necesitaba un aval más específico que la carta de Balfour. En 1920 Sir Herbert Samuel, de abolengo hebraico, fue nombrado Alto Comisionado inglés en Palestina, concretando el apoyo específico a la creación del estado de Israel. La presencia política de personalidades de origen judío adquirió gran trascendencia en Inglaterra, con el brillante parlamentario y primer ministro Benjamín Disraeli, conductor de los años dorados de la reina Victoria. Isaiah Berlín describió a Disraeli cual “un flautista de Hamelin, que conducía un divertida colección de duques, condes, sólidos caballeros, campesinos y fornidos granjeros, uno de los extraños y más fantásticos fenómenos de todo el siglo XIX”. La estrella de David nunca fulguró con más vívidos colores que cuando Disraeli manejó la política británica, aunque lo hizo cautelosamente para no parecer ligado a los intereses de los sionistas que formaban el lobby de Israel.
Estas empatías étnicas y religiosas por la causa sionista fueron diestramente aprovechadas para que la Sociedad de Naciones otorgara a Gran Bretaña el mandato sobre Palestina en la conferencia de San Remo, como corolario final a la derrota y disolución del imperio otomano. En el año de 1947 la Organización de Naciones Unidas, con el antecedente del apoyo de la Sociedad de Naciones, aprobó el plan de partición de Palestina en dos estados, uno árabe, otro judío.
Cristalizó el milenario proyecto bíblico de la tierra prometida por Jehová al patriarca Abraham, proyecto rechazado siempre por los palestinos de religión islámica, como una usurpación de naturaleza colonialista.
El sionismo internacional convocó la adhesión de la diáspora judía para insertar el estado de Israel en tierras del Medio Oriente. Los sionistas habían explorado otras opciones en el territorio africano de Ghana y también en Europa. El antisemitismo salió al paso de la instalación de Israel en Europa. Un antisemitismo cultivado en la Francia decimonónica del affaire Dreyfuss. Escritores de la talla de Maurice Barres y Charles Maurras incendiaron Francia con textos y discursos antisemitas sobre el caso Dreyfuss y que, años más tarde, durante la Segunda Guerra Mundial,- gravitaran en la Alemania dominada por las hordas de Adolfo Hitler, que llevaron a consecuencias genocidas con el holocausto de millones de judíos.
El asentamiento en la ancestral tierra bíblica tuvo el sortilegio de un talismán para refugiar a los supérstites del exterminio nazi. Sin embargo, el asentamiento de colonias judías en esa zona conoció otros capítulos empapados de sangre, furor y lágrimas. Los palestinos recibieron apoyo de los países árabes para doblegar militarmente a los primigenios colonos judíos que peregrinaron de todo el mundo para fundar el nuevo estado de Israel. Ashquenazis y sefarditas emigraron en masa de Europa, Asia, América, en un fenómeno que revivió los tiempos del Antiguo Testamento.
El problema número uno fue encajar Israel en un territorio compartido con Palestina bajo una presión internacional que desconoció el derecho a la autodeterminación de la población islámica. A medida que Israel ensanchó la ocupación de tierras palestinas se engendró la insurgencia de fuerzas adversas como la Organización de la Liberación de Palestina, (OLP), encabezada mucho tiempo por Yasser Arafat, cuyo espacio de lucha está en manos ahora de Hamas, que niega el reconocimiento del estado de Israel. Egipto y la OLP en 1998 con el encuentro histórico de Rabiny Arafat patrocinado por el expresidente norteamericano Bill Clinton, reconocieron a los estados de Israel y Palestina.
Una larga serie de enfrentamientos bélicos se ha escalonado desde la crisis de Suez, la guerra de los Seis Días, la guerra del Líbano, la forzada migración de las fuerzas de la OLP al Líbano, Setiembre Negro, las sucesivas intifadas y el intento de una convivencia pacífica de ambos pueblos a partir de los Acuerdos de Oslo.
Mientras la derecha israelita detente el poder político y Hamas se aferre al radicalismo extremista será difícil resolver los desacuerdos. Los recientes sucesos en la Franja de Gaza galvanizan el imperativo de buscar un statu quo de no agresión y convivencia pacífica entre dos estados soberanos reconocidos mutuamente.